DE LOS SÍNODOS Y CONCILIOS
31.1– Para el mejor gobierno y mayor edificación de la iglesia, deben haber tales asambleas como las comúnmente llamadas Sínodos o Concilios;1 y corresponde a los presbíteros y otros oficiales de las determinadas iglesias, en virtud de su oficio y del poder que Cristo les ha dado para edificación y no para destrucción, convocar tales asambleas,2 y reunirse en ellas con tanta frecuencia como juzguen conveniente para el bien de la iglesia.3
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31.2– Corresponde a los sínodos y concilios determinar ministerialmente en las controversias de fe y casos de conciencia; establecer reglas e instrucciones para el mejor orden en la adoración pública a Dios y en el gobierno de su iglesia; recibir reclamaciones en casos de mala administración y determinar con autoridad en las mismas. Tales decretos y determinaciones, si son consonantes con la Palabra de Dios, deben ser recibidos con reverencia y sumisión, no sólo por su concordancia con la Palabra, sino también por el poder que los establece, como ordenanza de Dios instituida para este fin en su Palabra.4
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31.3– Todos los sínodos y concilios desde los tiempos de los apóstoles, ya sean generales o particulares, pueden errar, y muchos han errado. Por ello, no se les debe considerar como la regla de fe o práctica, sino usarlos como una ayuda para ambas.5
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31.4– Los sínodos y concilios solamente deben tratar y decidir acerca de los asuntos eclesiásticos, y no deben entrometerse en los asuntos civiles, que conciernen al estado, a no ser por medio de humilde petición, en casos extraordinarios, o por medio de consejo para satisfacer la conciencia, si se lo solicita el magistrado civil.6
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